Aquel día llegamos a su casa cargando una alfombra enorme y azul. Laura estaba entusiasmada y yo también. Hacía meses que no nos veíamos porque terminó la exposición que le organicé, y ella siguió viajando con sus fotos. Así que cuando volvió y me pidió el coche porque quería amueblar su nueva casa, no me lo pensé y la acompañé. Lo primero que quería comprar era una alfombra. A mi siempre me gustaron, pero las tuve que quitar porque mi hijo desarrolló alergia al polvo, y aunque no las echaba en falta, en caso de comprar una habría elegido la misma. Era de esas de pelo largo que te invitan a tumbarte con solo tocarlas. Y eso hicimos nada más llegar. En el salón de Laura aún no había nada, sólo la chimenea y ahora la alfombra azul, y supuse que no pondría mucho más. Me gustaba la idea.
Y mientras observaba las vigas del techo y aquellas ventanas redondas seguíamos en silencio, relajadas. Hasta que levanté la cabeza para hablarle a los ojos y me encontré con esa media sonrisa que ponía siempre cuando estaba muy a gusto. Y me dijo: ¿Qué nos pasa? Y con esas tres palabras entendí: “¡Esto es una locura, quiero entenderlo, no puedo entenderlo, me encanta sentirlo, y a la mierda todo!” Y me reí como una niña pequeña. Ella también se rió. Yo tampoco entendía, ni siquiera me funcionaba la cabeza, solo podía disfrutar de esa magia, y lo hice como pocas veces en mi vida. Y nos miramos cómplices las dos. “No lo sé» -le contesté-. Pero será mejor que hagamos un pacto”. ¿Qué pacto?, -me dijo sabiendo perfectamente lo que iba a decir-. Que no vuelva a pasar. Yo no quiero hacer ningún pacto, -respondió rápidamente-. A lo que se hizo otro silencio y nos dejamos explotar las ganas en los ojos. Y me dijo: “ven”. Y yo no podía con sus “ven”, así que me acerqué. Y solo con rozarla, la sensación de electricidad, de magnetismo, y de corazón desbordándose era tan incontrolable y expansiva que me habría quedado a vivir allí. Y nos besamos, pero el deseo era tan grande que necesitaba separarme y respirar. Y la besaba y cogía aire, y cerraba los ojos y la volvía a mirar.
Me sonó una canción en la cabeza: “Campanilla”. Sin pensarlo, la puse. “No está prohibido esto que siento, que la inocencia, detenga el tiempo. Estoy metiéndome por dentro de tu piel, estoy volviéndote la vida del revés, me voy a casa a que me baje un poco todo esto…” Y ella la escuchó entera sin decir nada. Solo nos mirábamos. Y acabó. Y me pidió que la pusiera otra vez. Y empezamos a besarnos. Y acabó de nuevo. Y clavándome los ojos me dijo: ponla otra vez. Y sonó una vez más. Y nos seguimos besando, y besando, y encontrando y fundiendo… Qué mágico, qué bello, cuánto amor en ese momento, y que momento tan inapropiado para las dos. Ambas lo sabíamos, pero no quisimos dejar que esa conversación empañara el té con risas que vino después. Los minutos pasaron volando y lo que fue sólo una tarde a mi me pareció una eternidad a su lado. Sin embargo, cuando nos despedimos supe que no la volvería a ver. Y así fue. Pero todavía hoy escucho «Campanilla». Y mientras suena me encanta recordarla como aquella chica loca que me buscaba y no quería hacer pactos, que se atrevía a sentir algo que no conocía futuro y lo hacía a corazón abierto y sin frenos, a la vez que derribaba todos los míos. Quizás por eso sonrío tanto cuando la recuerdo, porque me abrió el corazón como nunca imaginé, y me enseñó que aquella canción podía ser el colofón perfecto de una historia que no tenía espacio ni tiempo, pero a la que le sobraba alma.