A veces cuando te veo por la mañana en la calle de enfrente y no cruzo para saludarte, me pregunto qué nos ocurre por la noche. Cómo es que sigues viniendo a verme. Cómo es que sigo yendo a verte. Sí, sé que yo también voy. Y por el día no cruzo la calle ni tampoco te llamo, ni te escribo. No te lo pregunto. Ni tú a mi. Pero muchas noches vienes sin avisar y te siento palmo a palmo, aunque no te vea ni te escuche. Siento tu abrazo y hacemos el amor con el alma. Y luego te vas. Y me quedo un rato despierta imaginando que cuando me duerma otra vez seré yo quien vaya a verte, y seguro que más de una vez lo hago, pero nunca lo recuerdo. ¿Cómo es posible que te sienta como entonces, incluso mejor que entonces? Porque me despierto y ahí estás, ahí estamos, y no puedo estar más lúcida, y no puedo estar más loca. Loca de contenta, porque en algún lugar del universo nos estamos encontrando. En sueños, en una realidad paralela… Dónde sea. No importa.
Quizás fue en ese lugar donde te di permiso para venir sin avisar, quizás por eso te reconozco al instante y quizás por eso permito que me despiertes otra vez, y otra más. Porque me encanta que vengas, y me encanta porque tu abrazo es profundo como nunca lo fue. Por eso no me importa que no te quedes mucho tiempo, porque ahora cuando te vas no falta nada, es suficiente. No como antes, cuando se quedaba tu olor en mi ropa y las notas de tu guitarra en el asiento de atrás. Y nunca entendí por qué esas cuerdas se revolvían en mis oídos repitiendo acordes y traduciendo el anhelo de tu piel a baladas que tenían tu voz y tu distancia. Es ahora cuando comprendo que si entonces dolía hasta el aire cuando te marchabas, era porque no había bastante.
Y por eso mañana te veré enfrente y no cruzaré. Quizás cruce algún día o puede ser que lo hagas tú. O quizás nunca lo hagamos y sigamos visitándonos. O puede ser que nunca más nos visitemos. Pero nada de eso importa porque tu abrazo es suficiente. Suficiente cómo nunca lo fue.