Le miró marcharse hasta que su silueta se desdibujó. Como si se lo hubiera tragado el sol. Y se sentó mirando en la misma dirección. Un rato más. Acaso un día. Acaso una noche. O acaso más. No porque esperara que volviera, lo hizo porque quería observar detenidamente esa ausencia. Muy despacio. Y acompasar los latidos de su corazón a la nueva canción del silencio. Bonita melodía sin letra para una tarde de verano con mar. Y con ausencia. Siguió observando. Y en ese rato no se murió. Sólo se le jubilaron algunas pestañas, de tanta sal. Y sonrió. Sonrió porque aquel piano ya no tenía esa tecla que sonaba y sonaba desde el principio de sus tiempos. Esa nota punzante que dolía en lo más profundo, que la mataba, y de la que tuvo que aprender a resucitar. Y resucitó tanto que ya no la temía.
De vez en cuando volvía a sonar. Pero ella seguía bailando sin miedo a caer, sin miedo a escuchar. Y escuchó detenidamente. Cada vez. Y cada vez sonó más sorda, porque nunca dejó de mirarla a los ojos. Y de nuevo le tocó resucitar. Una vez más. Y otra más. Y otra más. Y después de cada renacer volvió a bailar, volvió a reír, volvió a volar.
Hasta que llegó otra despedida. Y lo miró marchar. Con el amor intacto, como siempre, pero esta vez con una novedad: solamente escuchaba la melodía de ese momento, sin acordes de atrás. Y continuó mirando esa ausencia, sintiendo ese dolor presente y salado. Escuchando. Y sonrió una vez más. Sonrió porque supo que cuando acabase la música sólo tendría que levantarse y continuar.
Sin morir, y sin resucitar.